Sabía que tenía que suceder algún día aunque yo vivía con
una extraña sensación de impunidad por la que aunque me vieran, no me pasaría
nada. Me explico. Hacía poco que habíamos empezado las clases en Escolapios y
la media hora del recreo la dedicábamos a hacer incursiones por la huerta del
colegio. A ella accedíamos por una pequeña puerta que dejaba paso a, para mí,
un inmenso jardín con esos dos cipreses centenarios haciendo de enorme
portería. En septiembre mi mayor afición
era el saqueo sistemático de una hermosa higuera que estaba justo detrás de la
pared del frontón. También hacíamos incursiones en las conejeras que los curas
tenían en un trozo de huerta al que estaba prohibido acceder. Además, con la
excusa de que se nos había “anquinau” el balón, a veces toreábamos a los cutos
antes de que el hermano Antonio nos encorriera dificultado con aquellos refajos
que vestía. Pues bien, aquel día mientras se organizaba un improvisado
campeonatos de canicas (chiva, pie, tute y fuera) yo me adentré en la higuera.
Esta era tan tupida que una vez que estabas dentro era imposible que te vieran,
así que, éste quiero, éste no quiero, se me fue la noción del tiempo y no me di
cuenta de la sirena que marcaba el fin del recreo. Craso error. Mientras el
padre Evelio ordenaba el “firmessssssss...ar” una mano sudorosa me cogió por el
cuello y sin mediar palabra gané mi primer bofetón estudiantil. La mano no me
dejaba darme la vuelta aunque pronto descubrí quien era el autor de la colleja
ya que acto seguido mis dos patillas sirvieron de asidero para que mis pies, y
por ende, todo mi cuerpo, dejaran de tocar el suelo. Era el padre Juan Antonio,
extraño personaje, cura joven y simpático que tenía una obsesión, supongo que
enfermiza por levantar a los niños tafalleses por las patillas hacia el cielo.
La cagaste burlancaster ( no se si él dijo o yo pensé) y me castigó a ayudar a
misa de seis durante un mes así como a acudir obligatoriamente al
estudio voluntario. Yo creía que esto no era posible pero efectivamente sí que
lo era. Además y para culminar el día me dio una nota en un sobre cerrado que
una vez leída por mi padre sirvió para que ese fin de semana me quedara sin
paga.
Estar sin paga era el mayor
castigo que te podían poner. Por aquel entonces mi paga eran ocho pesetas y me
la daban después de comer el domingo. Tres pesetas para el cine, una para una
pastica de coco de la Julia, una bolsa de pipas, Arias o Facundo de la Caty y
el resto algún petardico, o aquellos caramelos esquisoles tan buenos...En fin,
a silbar a la vía dijo mi padre y yo lo cumplí a rajatabla. Salí de casa, pasé
por el Gorriti mirando a la cartelera consciente de que esa película de Tarzán
no la iba a ver, dejé a un lado la Placeta de las Pulgas y por el Portal del
Río me dirigí a la estación. Allí llegué justo en el momento en que un
mercancías paraba a por agua. Era algo que me encantaba el ver cómo aquel gran
tubo giraba hacia el tren y un enorme chorro de agua caía. Cuando se fue pasé
la tarde silbando, como mi padre había dicho, y cogiendo caracoles de debajo de
las vías. También encontré una ochena en la entrada de la cantina y la puse en
la vía esperando a que el automotor la chafase. Yo tenía una buena colección de
monedas escachadas por los trenes siempre y cuando el jefe de la estación no te
pillara en la maniobra. Ese día volví a casa con la sensación de que mi futuro
no iba a ser el silbido y que los higos, por lo menos los de Escolapios,
estaban mejor en el árbol.
Al día
siguiente en la escuela no se hablaba de otra cosa: un quinqui había sido visto
en Tafalla. Las noticias eran contradictorias. Unos decían que era el mismísimo
Lute. Otros que no, pero que era quinqui de verdad y que había robado a dos
mujeres en la carretera de San Martín y las había atado a un árbol. El caso es
que al salir de clase en lugar de ir a casa a por la merienda subí los jardines
siguiendo a un hombre de mal aspecto (pantalones bombacho, cuerda de segadora
por cinturón, camisa de cuadros descolorida..) el cual se me antojó podía ser
el quinqui. Subió Arturo Monzón y se metió en los troncos que había Siete
Calles a la derecha. Me escondí detrás de uno de los más grandes vigilando sus
movimientos hasta que me acordé que había partido en las eras. Subí la cuesta y
llegué al campo. Allí dos porterías torcidas marcaban dónde había que meter los
goles. Yo era del equipo de la Estación y nuestro campo, el campo de los
estudiantes, era mucho mejor que el de los de las eras, pero ese día nosotros
jugábamos de visitantes. El árbitro era un chaval algo mayor que nosotros que
se pasaba el día oyendo discos de Luis Aguilé y de Fórmula Quinta. El caso es
que ese día bien porque estaba pensando en cuando salí de Cuba o en cuéntame
cómo te ha ido, nos pitó un penalti a nuestro favor inexistente y ganamos
el partido. Los de las eras al acabar nos encorrieron a pedradas, árbitro
incluido, hasta que alcanzamos la calle Mayor y allí las mujeres les
recriminaron y nos dejaron en paz. Nuevamente llegué a casa con el sentimiento
contradictorio aunque preclaro de que en el futuro no me iba a dedicar ni a
policía ni a futbolista.
Al día
siguiente habíamos quedado mi primo Kike y yo para ir a coger ranas a la balsa
que había encima de la tejería del tío Joaquín. Cruzamos el puentico del Abaco
y subimos la cuesta. En la tejería no había nadie y estuvimos un rato montados
es un coche viejo que tenía allí. Nos entretuvimos dando de comer a las
gallinas hasta que le vimos llegar con su carrico y su perro Toni subiendo la
cuesta. Aquel día el tío había hecho un trato con San Antonio y le había
comprado dos burricos casi iguales. Le pedimos que nos los dejara montar y
aunque parezca mentira nos dijo que sí. Los sacamos al camino viejo del
cementerio y allí estuvimos cuán hipódromo de la Zarzuela haciendo carreras de
burros. Cuando el tío mediaoreja nos dijo que ya valía nos despedimos y subimos
a la chumica de la champiñonera. Allí mi hermano Eduardo siempre decía que
había habido una antigua mina de azufre y efectivamente allí estaban las
vagonetas y los carriles de hierro. Encontramos una piedra amarilla y la
metimos en una lata de caldo del Coci vacía y le prendimos fuego. El olor era
nauseabundo y nos largamos corriendo. Después nos colamos en los túneles de la
champiñonera pero cundo ya no se veía nada y en mi imaginación empezaba a ver
todos esos esqueletos colgados del techo decidimos bajar otra vez al pueblo.
Nos fuimos a la calle del Lavadero a tirarnos en los montones de grano que
había donde aquel gran letrero de chocolates La Gloria que a mi siempre me
parecía que podía ser la antesala del paraíso. Aquella noche Marisa nos hizo un
bocadillo de dulce de membrillo recién hecho y nos dejó meter el dedo en la
jalea real. Acabamos el día jugando a la cadena y al churro media maga manga
entera en la plaza mientras mirábamos de reojo a las muetas de las monjas
que jugaban a la goma frente a la tienda de Aspilche.